domingo, diciembre 09, 2007

Liegera de equipaje


Casi por tres meses, mi humanidad descansó en dos distintos lugares. En uno estaban mis cosas, mi ropa, a veces mis hijos, mi deber, y en el otro estaban mi cama y mi corazón.
Solía transitar cada día con una mochila roja, cargada con lo que me resultara necesario para levantarme a la mañana siguiente; me sentía como un caracol, no importaba dónde me encontrara la noche, tenía conmigo lo indispensable para moverme y me daba cuenta de que, en realidad, necesito para vivir mucho menos de lo que tengo y me empeño en conservar.
Mientras estaba en el primero de los dos lugares, que es el que habito ahora, me dedicaba a poner orden a una historia de más de ochenta años acumulando y guardando cosas “por si sirven”. Hoy, que es evidente que su dueña no las precisará más, acometo la triste tarea de deshacerme de ellas.
Boto zapatos, carteras y vestidos que alguna vez fueron orgullosamente lucidos.
Boto revistas, papeles y notas que alguna vez tuvieron sentido.
Boto tazas, platos y ollas hace mucho tiempo inservibles, pero que como fueron fruto de algún sacrificio era difícil darlos de baja como basura.
Boto fragmentos de esa historia, que tiene que ver con la mía y que me regala lecciones importantes cuando yo estoy en la mitad de su camino.
No quiero que a mis ochenta años alguien venga, sangre de mi sangre, a determinar qué me sirve y qué no; qué podré volver a usar y qué ya no tiene sentido ser conservado y por eso empiezo a deshacerme de lo que no me es indispensable.
Aprendo, en este ejercicio, que no es tan difícil renunciar a tantas cosas, si sólo se cuenta con determinación, se aprietan los dientes y se cierran los ojos para no caer en la tentación del arrepentimiento. Así, voy aligerando mi equipaje, para que en el momento de partir nuevamente el tránsito sea más fluido, más rápido.
Lo mismo voy haciendo con mis afectos. Repaso distintos pasajes de mi vida y advierto cómo me he ido aferrando a personas, situaciones y emociones que necesariamente debían pasar, que debía dejar atrás. Advierto, también, cómo me desgasté y perdí energía preciosa en recuperarme cuando me daba cuenta de que se trataba de historias pasadas.
Por eso ahora trato de no aferrarme, aunque se trata de una tarea contraria a mi esencia. Alguien me dijo hace poco que yo vine a esta vida a construir y que por eso me es tan difícil terminar, cerrar capítulos, embalar casas, botar agendas viejas.
Por eso mi manía de leer una y otra vez las cartas antiguas, donde todo hablaba de un tiempo de crear futuro.
Hoy, dos años después, puedo darme cuenta de cómo ese plan se frustró antes de ser una posibilidad real. Creímos que era porque no habíamos resuelto ciertas circunstancias básicas y después de resignarnos por un tiempo a eso, volvimos a empeñar nuestras fuerzas y nuestros sueños en lo que suponíamos era nuestro destino. Sin embargo, no fue suficiente. Teníamos las condiciones que pensamos serían la solución a nuestros problemas y llegaron otros que no habíamos considerado. Fuimos perdiendo esa complicidad de las cosas sencillas y de las especiales para preocuparnos de los problemas de verdad, los que importan, y nos fuimos tornando desconocidos.
Yo creía que lo hacía feliz con lo que podía darle, tratando de rescatar el espíritu de lo que había sido -pero al revés- y él callaba y se iba ensombreciendo y apagando hasta el punto de que hoy me cuesta descubrir en su rostro a mi amado.
Hoy desespero por darnos tranquilidad y, a él, la oportunidad de encontrar lo que lleva siglos buscando y que yo no supe regalarle.
Así hago nuestro equipaje más ligero, para estar cada vez mejor preparados para partir. A cualquier lugar. En cualquier momento.

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