sábado, septiembre 26, 2009

Entonces...


...me yergo de tu pecho y acomodo el desordenado pelo de mi cara. Me deslizo por las sábanas, ondulante, y llego al suelo. Me incorporo lentamente, enderezo los hombros y alzo la frente. Mientras sé que me miras, paso mis manos por mis caderas, por mi vientre, por mi pecho y por mi cuello, terminando de componerme. Camino cadenciosa, lentamente por la habitación y susurro algo en un lenguaje que ni tú ni yo comprendemos... ¿y todavía quieres una gata?

lunes, septiembre 14, 2009

Mi historia con el Winnipeg


El 3 de septiembre de 1939, Francisco Urbano llegó al puerto de Valparaíso, junto a los otros más de dos mil exiliados de la dictadura de Franco. Era piloto de la Fuerza Aérea republicana y tenía 26 años de edad.
Su historia comenzó a diluirse en la patria que lo adoptó y le permitió, sobre todo, seguir viviendo. Y no habría dejado huella alguna en mí, como sucedió con sus dos mil doscientos compatriotas –salvo las conocidísimas excepciones de Roser Bru, José Balmes, Leopoldo Castedo y Mauricio Amster-, si no hubiese conocido a Rosario Rodríguez Ortiz, la jovencita que participaba en las actividades de la colonia que recibió a los inmigrantes.
Ella es la prima mayor de Francisca Victoria Ortiz Jurado, madre de María de los Dolores Campos Ortiz, mi propia madre.
No es difícil suponer que a poco andar se enamoraron y se casaron un par de años después, un día de primavera de Santiago, y se convirtieron para siempre en la tía Charo y el tío Paco.
Pasaban los años y los hijos no venían; los tíos montaron un taller metal mecánico de cierto tamaño y comenzaron a volcar todo el cariño y la dedicación parental en la pequeña Pilarica, el nombre que tenía mi mamá en su familia.
Ella pasaba largas temporadas en la casa de los tíos, dándole de beber a los pollitos –que morían ahogados- o salando el estanque del los peces del patio, para que no echaran de menos el mar.
Se fueron un tiempo al norte, a Arica, con su industria, y en ésa época y lugar acogieron como familia, los días libres, a un subteniente moreno y flacucho, de apellido Rubilar, que sufría por la distancia impuesta por la vida entre él y su amada, la Lola, como la conoció él, Pilarica, como le decían los tíos.
Yo los conocí de vuelta en Santiago, cuando el taller fabricaba chapas para citronetas y la aventura era irse a jugar entre las volutas de aluminio, sin que nos pillaran.
La mamá del moreno flacuchento, ya ex militar, estaba enferma. Moría lentamente y mi mamá nos mandó a mi hermana y a mí a pasar unos días donde la tía Charo y el tío Paco, mientras ella se dedicaba completamente a cuidar a su suegra.
En esos días de invierno, que para nosotras fueron de vacaciones, aprendimos a tomar fanta con unas gotas de vino tinto, a comer toffes como desaforadas y ¡a ver Sombras Tenebrosas! Toda una concesión de regalonas, sobre todo porque la daban cerca de las doce de la noche…
Durante el día, pintábamos los álbumes para colorear que nos habían regalado, recuerdo especialmente a un Pedro Picapiedra que me quedó genial. Comíamos a la carta, dormíamos hasta tarde. La pasamos bien en esos días tristes para la familia. Fue como descubrir abuelos nuevos y sacarles todo el provecho que un par de crías de cuatro y seis años le sacan a los abuelos en materia de mimos.
Años más tardes, cuando murió el dictador que lo había alejado de su tierra natal, decidió desprenderse de la dictadura que ataba a su patria adoptiva y volvió a España con la tía Charo y la Charito, la mujer del par de hijos que habían adoptado. Pero no resultó. España –obviamente- ya no era la misma que el joven Francisco Urbano había dejado hacía casi cuatro décadas y él ya era un chileno más, que amaba salir en su avioneta para deleitarse con la vista de esta maravillosa cordillera que nos ataja, así es que decidió volver.
Llegó, esta vez en avión, cuando yo esperaba a mi primer hijo, el mismo que hoy cumple 15 años. Nos vimos un año después, cuando yo esperaba al segundo y creo que esa fue la última vez… La muerte de su Pilarica, de mi Lola, cortó ese delgado lazo que a veces son las relaciones familiares.
El tío Paco murió hace dos años, muy viejito y muy lúcido, con casi un siglo de historia vivida entre dos continentes, entre dos patrias. La tía Charo lo busca todos los días, mientras pasea por el patio de su casa con su muñeca.