jueves, diciembre 17, 2009

En tus manos...


Te ríes de mí por mi voluntariosa obstinación para contradecirte todo, para reclamarte todo, para pelearte todo, y yo pienso en cuan responsable eres de la mujer que tienes en frente...
¿Y qué hago, entonces, cuando me urges y no te tengo? ¿dónde consuelo a mis ganas de ti, de tocarte, de olerte, de escuchar tu voz al oído? Recurro a las certezas que he encontrado en ti, tan distintas de otras, de las anteriores que, como el amor, fueron eternas, hasta que se acabaron.
Has puesto a prueba todos mis discursos y eso me agrada porque, al reconocerlo, me reconozco a mí misma, me visto y me calzo de la mujer que me gusta ser y que me encanta que quieras.
Ahora no importa el tiempo ni el espacio, no hay distancia entre este par de locos que creen en la fortuna de haberse encontrado y que están dispuestos a derribar tantos mitos. Tú, allá, y yo, acá, seguimos respirando al mismo ritmo de la noche que nos recuerda abrazados.
Al fin y al cabo, todas las dudas desaparecen en el instante en que me miras y me preguntas ¿me amas?

martes, octubre 20, 2009

El estado de mi alma...

"Mariola sueña sin prisa
y en serena claridad
puede ver la realidad
de la vida que la hechiza.
El sueño es como una brisa
que abre una senda secreta.
El sueño es como un cometa
que da vida a lo imposible
y en la luz de lo intangible
late una verdad concreta".

Un regalo de mi amigo Hugo González.

viernes, octubre 09, 2009

Mis manos


¿Te dije alguna vez que mis manos tienen vida propia? Se mueven, bailan y conversan sin preguntar mi parecer y, a veces, las desconozco.
Mis manos son exploradoras y curiosas, no se resignan a no tocar lo que les llama la atención, para cerciorarse de se siente exactamente como lo imaginaron. Son manos fuertes, de uñas grandes –no largas, grandes- y, sin embargo, son sutiles y juguetonas.
Por eso les gusta subir a tu cabeza, perderse en tu pelo, sentir el calor. Luego, los dedos se organizan para ir bajando, respetando su turno, por el contorno de tus orejas, hasta sentir el lóbulo esponjoso.
El paso siguiente es tu mentón, que contiene tu sonrisa de placidez, y la barbilla. De ahí, saltan a tu cuello, que revela el ritmo acompasado de tu respiración. Uno de sus lugares favoritos son tus hombros, suaves, que las conducen a tus largos brazos fuertes.
El salto siguiente es a tu pecho, donde se entretienen jugando con lo que encuentran, para correr disimuladamente a tu cintura. Suben, bajan, dibujan círculos y se escapan a tus caderas temblorosas, expectantes. Pero a ellas no les importa nada, y siguen hacia abajo, a tus piernas, tus rodillas, hasta que se sienten listas para iniciar el camino de vuelta, donde deciden, por un rato, detenerse en tu vientre y en tu ombligo.
Ten cuidado con mis manos, ya te dije que tienen vida propia.

sábado, septiembre 26, 2009

Entonces...


...me yergo de tu pecho y acomodo el desordenado pelo de mi cara. Me deslizo por las sábanas, ondulante, y llego al suelo. Me incorporo lentamente, enderezo los hombros y alzo la frente. Mientras sé que me miras, paso mis manos por mis caderas, por mi vientre, por mi pecho y por mi cuello, terminando de componerme. Camino cadenciosa, lentamente por la habitación y susurro algo en un lenguaje que ni tú ni yo comprendemos... ¿y todavía quieres una gata?

lunes, septiembre 14, 2009

Mi historia con el Winnipeg


El 3 de septiembre de 1939, Francisco Urbano llegó al puerto de Valparaíso, junto a los otros más de dos mil exiliados de la dictadura de Franco. Era piloto de la Fuerza Aérea republicana y tenía 26 años de edad.
Su historia comenzó a diluirse en la patria que lo adoptó y le permitió, sobre todo, seguir viviendo. Y no habría dejado huella alguna en mí, como sucedió con sus dos mil doscientos compatriotas –salvo las conocidísimas excepciones de Roser Bru, José Balmes, Leopoldo Castedo y Mauricio Amster-, si no hubiese conocido a Rosario Rodríguez Ortiz, la jovencita que participaba en las actividades de la colonia que recibió a los inmigrantes.
Ella es la prima mayor de Francisca Victoria Ortiz Jurado, madre de María de los Dolores Campos Ortiz, mi propia madre.
No es difícil suponer que a poco andar se enamoraron y se casaron un par de años después, un día de primavera de Santiago, y se convirtieron para siempre en la tía Charo y el tío Paco.
Pasaban los años y los hijos no venían; los tíos montaron un taller metal mecánico de cierto tamaño y comenzaron a volcar todo el cariño y la dedicación parental en la pequeña Pilarica, el nombre que tenía mi mamá en su familia.
Ella pasaba largas temporadas en la casa de los tíos, dándole de beber a los pollitos –que morían ahogados- o salando el estanque del los peces del patio, para que no echaran de menos el mar.
Se fueron un tiempo al norte, a Arica, con su industria, y en ésa época y lugar acogieron como familia, los días libres, a un subteniente moreno y flacucho, de apellido Rubilar, que sufría por la distancia impuesta por la vida entre él y su amada, la Lola, como la conoció él, Pilarica, como le decían los tíos.
Yo los conocí de vuelta en Santiago, cuando el taller fabricaba chapas para citronetas y la aventura era irse a jugar entre las volutas de aluminio, sin que nos pillaran.
La mamá del moreno flacuchento, ya ex militar, estaba enferma. Moría lentamente y mi mamá nos mandó a mi hermana y a mí a pasar unos días donde la tía Charo y el tío Paco, mientras ella se dedicaba completamente a cuidar a su suegra.
En esos días de invierno, que para nosotras fueron de vacaciones, aprendimos a tomar fanta con unas gotas de vino tinto, a comer toffes como desaforadas y ¡a ver Sombras Tenebrosas! Toda una concesión de regalonas, sobre todo porque la daban cerca de las doce de la noche…
Durante el día, pintábamos los álbumes para colorear que nos habían regalado, recuerdo especialmente a un Pedro Picapiedra que me quedó genial. Comíamos a la carta, dormíamos hasta tarde. La pasamos bien en esos días tristes para la familia. Fue como descubrir abuelos nuevos y sacarles todo el provecho que un par de crías de cuatro y seis años le sacan a los abuelos en materia de mimos.
Años más tardes, cuando murió el dictador que lo había alejado de su tierra natal, decidió desprenderse de la dictadura que ataba a su patria adoptiva y volvió a España con la tía Charo y la Charito, la mujer del par de hijos que habían adoptado. Pero no resultó. España –obviamente- ya no era la misma que el joven Francisco Urbano había dejado hacía casi cuatro décadas y él ya era un chileno más, que amaba salir en su avioneta para deleitarse con la vista de esta maravillosa cordillera que nos ataja, así es que decidió volver.
Llegó, esta vez en avión, cuando yo esperaba a mi primer hijo, el mismo que hoy cumple 15 años. Nos vimos un año después, cuando yo esperaba al segundo y creo que esa fue la última vez… La muerte de su Pilarica, de mi Lola, cortó ese delgado lazo que a veces son las relaciones familiares.
El tío Paco murió hace dos años, muy viejito y muy lúcido, con casi un siglo de historia vivida entre dos continentes, entre dos patrias. La tía Charo lo busca todos los días, mientras pasea por el patio de su casa con su muñeca.

martes, julio 28, 2009

Algunos encargos



Cuando parta, regálame flores, muchas flores. Avísale al árbol del balcón que ya no estaré para vigilarlo y que puede quedarse todo el tiempo que quiera con la ramita emancipada. Dile al jazmín que siga floreciendo y que te regale a ti su perfume divino.
Cuando parta, haz el inventario de los besos y de las caricias que quedaron entre las paredes de mi hogar y guárdalo cerca de tu almohada.
Cuéntale a la luna de verano que ya no estoy en nuestra terraza, pero que no dejaré de soñar con ella. Dile a la risa que mi boca está cerrada, pero que se quedó con todos sus sabores. También díselo a nuestras copas, que tantos deliciosos vinos nos han dado de beber.
A la lluvia, pídele que sea todo lo silenciosa que pueda, para que ahora no interrumpa tu sueño. A mis amigos, si preguntan, diles que no estoy, que no sabes cuándo vuelvo, pero que me dejen su mensaje.
Cuéntale a Caleu que hubiese querido partir para allá, pero que el camino todavía es malo en invierno y quizá alguien quisiera ir a saludarme por mis cumpleaños.
Guarda mis canciones para cuando tengas ganas de bailar, y toda mi música para cuando quieras llorar un poco.
Recuerda abrir las ventanas en las frescas mañanas estivales y por las tardes, sal a oler la tierra recién regada. Saluda a mis hermanas en cada primavera y, para Año Nuevo, mira hacia el cielo, por si ando por ahí.
Cuando parta acuérdate de cantar, reír y bailar pero, sobre todo, acuérdate de cuánto te amo.