jueves, abril 10, 2008

Reflexiones sobre el perdón


Parece que fue el tema de la semana, al menos para mí. Comenzó con la lectura de una columna de revista femenina, acertadamente vilipendiada (la revista, no la columna), por mi lúcida amiga Mexxe en la que se hablaba sobre las bondades de pedirlo, para el ofensor, y de otorgarlo, para el ofendido.
Repasando mis experiencias al respecto no pude sino concluir que parece más fácil pedir perdón que darlo, porque cuando se pide perdón, se asume por una vez la humillación de reconocer la falta y después de eso sólo queda sentirse satisfecho por el gran paso dado.
Cuando se trata de brindarlo, aunque no sea solicitado, la cosa es más espinuda, porque supone un largo proceso de intentar comprender las acciones del otro, con una cuota inmensa de amor, caridad y generosidad. Perdonar es mucho más difícil que decir "te perdono"; implica sanar de verdad las heridas producidas por la falta hasta llegar al punto de que recordarlas ya no duela. Implica, también, no recurrir a sacar en cara el error en algún momento de ofuscación, para dejar en claro el daño que hemos recibido. Implica ser capaces de enfrentarnos a las personas y situaciones con la mente y el corazón sin resentimientos.
La segunda instancia se dio a propósito de la catequesis de mi benjamín, en la que la charla del iluminado jesuíta a cargo trataba sobre el sacramento de la Reconciliación, antiguamente conocido como la Confesión.
Con una oratoria que ya se quisiera cualquier candidato a algo, el "Lalo" nos explicaba sobre la gracia del perdón otorgado por Dios, a través del ministerio del sacerdocio, y otro sinnúmero de cosas sobre lo relativo del valor de la verdad y la necesidad de darle a nuestros jóvenes hijos argumentos válidos en los que sustentar su fe.
Lo mejor vino después, cuando debíamos reflexionar en grupo sobre el tema de la charla...
Cada uno de nosotros trataba de explicar su experiencia personal frente a la confesión. La más iluminada del grupo decía no entender cómo podíamos complicarnos tanto con eso, cuando la Gracia que se recibía al confesarse era un regalo inapreciable. Yo comía galletas y tomaba café, atragantada con las palabras que querían salir de mi boca. Callada como nunca, sólo atinaba a asentir o a negar con la cabeza cada vez que correspondía, mientras ella nos trataba como jiles por no darnos cuenta de lo fácil que era ir a confesarse y, a la salida, sentirse como guagüita recién nacida.
Lo que nunca pude decirle a mi amiga, lo que impidió que este año -como el ritual que sigo cada semana santa- pudiera confesarme, lo que quería contarle a todos sobre lo imposible para mí del tema, era que lo que la confesión supone es arrepentimiento por el "pecado" cometido y, sobre todo, ¡la intención de no volver a pecar!

1 comentario:

Mexxe dijo...

Se ve que los pecados de tu amiga no son de los que servirían para armar una teleserie...
En cuanto a tus pecados... ¿son pecados?
Casi escribo mi opinión, pero me abstendré de hacerlo en público...